INTRODUCCIÓN
Parece que cuando utilizamos la expresión "calidad de vida" todos sabemos, más o menos intuitivamente, lo que queremos decir. Las dificultades, sin embargo, se ponen de manifiesto no sólo cuando pretendemos definirla sintéticamente, sino, sobre todo, cuando queremos dar cuenta de los aspectos, elementos y contenidos que dicha expresión recubre. Lo que, efectivamente, no impide que se intente y, a veces, se logre avanzar en la delimitación de sus polifacéticos perfiles.
En realidad, son varias las razones que explican el interés por determinar en qué consiste la calidad de vida, en especial porque la misma estimación de qué es la salud ha cambiado de manera sustancial a lo largo del último medio siglo. Además, los progresos terapéuticos y asistenciales, en especial en el campo de las enfermedades infecciosas, la mejora de las condiciones de vida y de alimentación, junto a mayores recursos de conocimiento, han participado en el incremento de la longevidad que podemos observar muy particularmente en los países industrializados, así como en la aparición correlativa de nuevas enfermedades de naturaleza degenerativa, cuya etiología aún no se conoce totalmente y para las que no existe tratamiento curativo. En estas circunstancias, los tratamientos disponibles son juzgados a partir de su capacidad para frenar las consecuencias no sólo físicas, sino también mentales y sociales de las enfermedades crónicas, es decir, de su capacidad para restaurar o preservar la calidad de vida, al menos en el ámbito bio-fisiológico.
Por otra parte, ciertos medicamentos que permiten luchar contra una afección crónica banal y poco sintomática, como puede ser la hipertensión, pueden tener efectos indeseables, por ejemplo, sobre la sexualidad. Por ello, y más tras el caso recientemente puesto de manifiesto por los medicamentos anti-colesterol comercializados por Bayer y otras empresas, no creo que nadie se oponga a que nos interroguemos acerca del impacto, en términos de calidad de vida, de los tratamientos no curativos de las enfermedades crónicas.
Además, ciertas clases de tratamientos cuyos efectos, evaluados según criterios tradicionales, son controvertidos, por ejemplo los tratamientos en base a la hormona del crecimiento, pueden encontrar una cierta legitimidad si se prueba que son beneficiosos para la calidad de vida de las personas a las que se les administra. Es decir, no basta, en el caso de los medicamentos, con analizar su efecto inmediato sino que hay que tener en cuenta los efectos secundarios que repercuten en la vida cotidiana de las personas.
Igualmente, el mito de un progreso médico continuo y necesariamente bueno está diluyéndose. Los pacientes son, cada vez más, consumidores informados y reclaman que se les asocie a las decisiones que les conciernen. Esto es un testimonio de las insuficiencias de la comunicación entre los médicos y los enfermos en lo que respecta a la formulación de los objetivos de los cuidados médicos, y a la evaluación de los actos de la medicina. Por ello, cada vez hay una mayor conciencia de que es necesario tener en cuenta las percepciones y las preferencias de los pacientes en lo que respecta a la toma de decisiones sobre su salud. Así, aunque sean los médicos quienes prescriban los cuidados, son los pacientes quienes eligen consultar o no al médico, seguir sus indicaciones o buscan alternativas para sus necesidades.
En efecto, la decisión de consultar depende más de lo que resienten los pacientes que de la realidad de su situación clínica. La percepción de su propia vulnerabilidad y su evaluación subjetiva de los costes sociales, personales y financieros de la enfermedad son determinantes en esta situación. Numerosos estudios ponen de relieve estas diferencias entre pacientes y médicos, como en el caso de pacientes en un estadio terminal: el 90% de ellos querían conocer la verdad; justamente el 90% de los médicos opinaba lo contrario. La misma situación se aprecia en los tratamientos seguidos: entre el 20 y el 80% de casos los pacientes se saltan la prescripción de algún modo.
Respecto de su eficacia la opinión difiere en el 50% entre pacientes y médicos; y lo mismo sucede con los familiares de los enfermos. Cada uno de estos tres grupos adopta, efectivamente, criterios de juicio diferentes. Cuando los médicos priorizan los signos clínicos y los síntomas, los pacientes se interesan por lo que resienten y por su capacidad de satisfacer sus necesidades y sus deseos; en cuanto a los familiares, estos suelen dar más importancia a los comportamientos y actitudes que se despliegan ante la enfermedad.
De manera general, se puede considerar que la mayor parte de las personas se orienta hacia el sistema sanitario en función de su propia concepción de la salud, y no del marco conceptual real de la medicina clínica. Si la medicina moderna y su lenguaje son acusados de ser impersonales es porque están muy alejadas de los modos de expresión de los pacientes, de su apreciación de la salud y la enfermedad y del significado que para ellos tiene. Luego, en la medida en que estas percepciones de los pacientes son cruciales en la utilización de los servicios, el seguimiento de los tratamientos y el impacto en su estado de salud, tales percepciones deben ser tenidas en cuenta. Es en buena medida, a partir de ellas, que se determina la calidad de vida.
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Encarni Pedrero García
REVISTA TIEMPO
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